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Entre los celtas, antes de la invasión romana, el Druida no fue un sacerdote ni un sacrificador, sino un filósofo y un metafísico digno de los pitagóricos, que supo introducirse en los secretos del Cosmos y se esforzó en comprenderlos.
Cuando llegaban las épocas sagradas, se reunía la terniaría espiritual en el centro apartado del bosque o en la gruta que encantaban Gaea y la fuerza anímica del oso. Allí, el Druida, presidía la reunión recubierto de lino blanco, símbolo de la luz total y de la pureza. Le rodeaban los Ovates, vestidos de lino teñido verde, y los Bardos, vestidos de lino rojo o a veces azul. El verde era uno de los atributos del sabio que buscaba e intentaba aplicar las leyes de la materia y de la vida y que servia de intermediario entre el pueblo, los Sarónidos de los cultos primarios y el maestro metafísico. Era entoncés cuando el Druida, después de haber segado el muérdago con la pequeña hoz de oro, preparaba la célebre poción mágica.
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